Toda referencia a la política local debe ser consciente de que el sistema de partidos atraviesa una prolongada crisis en todo Occidente: se desdibujan las diferencias, se hacen difusas y contradictorias sus propuestas, los partidos se transforman, más que antes, en vehículos de personalismos y grupos oportunistas, se laxa la adhesión de la ciudadanía, crece en todas partes su desprestigio.
Pero la política, en su mejor interpretación, es en el sistema republicano el esfuerzo para administrar y modificar la realidad, y los partidos sus instrumentos. No hay modelos arquetípicos o definitivos de ellos. Los argentinos, nacidos de modelos europeos, nunca fueron demasiado fieles a aquellos que imitaban, y resultaron parecidos a la sociedad menos estructurada que representaban. Reflejaban una sociedad en transformación con estructuras económicas, sociales y políticas aún no consolidadas.
El radicalismo fue el primer partido populista argentino del siglo XX -democrático, no autoritario, como sí resultó después el peronismo-, si uno entiende al populismo como una gran movilización de masas, de ideología no demasiado definida, con fuerte liderazgo personal, de estructura institucional tampoco demasiado consolidada, y frecuentemente -pero no siempre- con un objetivo central que lo define como agente de un cambio histórico. Para el radicalismo fue “la causa contra el régimen”, la afirmación de los derechos civiles y políticos del ciudadano común en la república, frente a la hegemonía y discrecionalidad de la voluntad oligárquica. Los derechos sociales también contaban pero, desde el nacimiento partidario a fines del siglo XIX, el país crecía con alta movilidad social, lo que alimentaba las expectativas de salir de la marginación a los muchos, nativos o inmigrantes, que en ella estaban.
Similitudes lejanas con los modelos europeos mostraban el radicalismo con la socialdemocracia y después el peronismo con el socialcristianismo.
A lo largo del siglo, fueron mucho más claras las diferencias entre el radicalismo y el peronismo en los modos de acción política que en los planos económico y social, teniendo ambos la dificultad de que los sectores más conservadores argentinos fueron incapaces de organizarse en partido que ofreciera lucha democrática, ejerciendo su poder permeándolos, o a través de su fuerte presencia en las principales corporaciones: fuerzas armadas, empresariado, sindicatos, Iglesia, profesionales.
Las afinidades del radicalismo con la socialdemocracia europea resultaron lejanas hasta Alfonsín. Fue él quien esboza las ideas que lo aproximan mucho más. Consciente del cambio de los tiempos, señala nuevos rumbos que buscan adaptar el proyecto, sin desvirtuar los viejos valores y propósitos, a medios adecuados a las transformaciones de la economía, los mercados de trabajo, el conocimiento, la distribución del poder en el mundo, la organización de la familia, la estructura social, los conceptos de justicia. Lo plantea en la reforma del estado y sus empresas, la descentralización, diversificación y apertura de la economía, la universalización de la educación y la salud, la reforma constitucional y del gobierno. Lo intenta, en muchos temas, con un acompañamiento tibio de su partido, que se disciplina por la fuerza de su liderazgo, pero con débil convicción real.
Poco de eso fructificó, pero queda un mapa, con el trazado de un camino social demócrata que, con no pocas correcciones, sigue teniendo vigencia veinte años después, tras el vendaval neoliberal de los ’90, y el mero consumismo sin horizonte de la bonanza económica, sin cambios estructurales, de los años del nuevo siglo.
El radicalismo, frustrado, acusado, culposo, se refugia en la retórica de sus valores históricos, malinterpreta reverdecimientos fugaces generados principalmente por desatinos del gobierno, profundiza hasta la caricatura las mezquindades de comportamiento interno que parecen avalar las teorías de Mosca y Pareto sobre la degradación de las elites políticas y, si resultara incapaz de torcer su rumbo, se proyecta hacia el futuro como un club social de barrio que agrupa a nostálgica gente mayor, todos compitiendo por un lugar en la comisión directiva.
Pero el dilema central del día es otro: ¿Quién toma la posta reformista en serio? ¿Nadie?¿Cómo es posible?¿Sólo el gatopardismo del peronismo? ¿Quizás el radicalismo? ¿U otro partido por nacer? No hay manera de saberlo hoy. Pero depende mucho de lo que hagamos.
Si no consumimos toda la energía en la recriminación mutua, y tratamos de darle contenido actual al vacío partidario que tenemos y continuidad a una historia de prestigio bien ganada, la tarea es larga pero estimulante. No se puede confiar demasiado en los cuerpos orgánicos para esa tarea: suelen ser seudópodos de las pequeñas oligarquías internas (que eventualmente cualquiera de nosotros puede integrar) -inevitablemente conservadoras-, y apenas escenarios de catárticos ejercicios de mala retórica que se interpretan como “hacer política”.
La mayor expresión de lucidez que puede dar la conducción del partido -cualquiera que ella fuera- es convocar a un pequeño conjunto de afiliados y dirigentes bien formados y a algunos intelectuales afines a nuestros objetivos a integrar un grupo de trabajo que elabore propuestas sobre dos grandes asuntos: criterios para una política socialdemócrata para el país actual, y cómo debe ser la herramienta partido que la lleve adelante. Y lo haga sin publicidad, ni posibilidad de poder, ni condicionamientos de opinión, con total libertad. Necesitamos imaginar políticas públicas para integrar una sociedad partida en dos, donde la cuestión social es una bomba de tiempo, y necesitamos diseñar un partido que atenúe su perfil aluvional -que induce modalidades feudales de poder interno-, jerarquizando la participación de cuadros políticos bien formados, con capacidad de una discusión innovadora y de una práctica política con iniciativa para ganar presencia en los distintos estamentos de la sociedad argentina.
Si la conducción del partido no lo hace, debe encararlo un grupo interno de militantes que objetan el actual estado de cosas. Y ese mismo grupo de militantes es el que debe organizar “el movimiento del no”, que rechace una estructura de partido y un mecanismo electivo asentado en los favores o el pequeño prebendarismo, presentándose a las elecciones internas sin candidatos, para expresar su insistencia en la reforma a través del voto en blanco, y difundiendo sus propuestas para la misma. Puede ser una marcha a contracorriente del inmediatismo actual de la política argentina, pero hoy, vaciados de mensaje y empobrecida nuestra democracia interna, somos cáscara de aventuras políticas oportunistas que desvirtúan los principios que nos dieron nacimiento.
Sólo una cruzada como la descripta es la que puede convocar a sanos radicales que se excluyeron por desencanto y repudio, o a nuevos militantes con preocupaciones afines que buscan canales confiables por donde encauzarlas. Muchos dirán: es una utopía, pero fue el mismo Alfonsín el que insistió en la potencia genésica de las utopías, y no lo repetía como un recurso retórico. Por otra parte, no es una estrategia nueva para los radicales: es la que utilizó largos años Yrigoyen para cambiar la vida política del país.
La sociedad argentina ha cambiado profundamente en los últimos cuarenta años y la política no lo asume; el radicalismo tampoco. Sustituye ese conocimiento por una retórica principista que sólo conmueve a los viejos militantes; los peronistas que están en el poder, más pragmáticos, lo sustituyen por una manipulación hipócrita de la dualidad social argentina. Pero ambos evitamos enfrentarla, por las dificultades políticas que emergen de su reconocimiento. El sonsonete histórico de “somos el partido de los desposeídos”, al ser tan irreal, se revierte como un sarcasmo autoinflingido. Cada vez más, la menguada representación social se concentra en la clase media educada y acomodada, sensible a los valores republicanos que defendemos, y es inevitable que la dirigencia y los candidatos tiendan a adaptar su mensaje a los intereses de quienes los aplauden, desvirtuando nuestro sentido policlasista. Sólo alrededor de ideas innovadoras y compartidas y con una reorganización interna que democratice el partido y, al mismo tiempo, discipline las legítimas aspiraciones personales y de grupo, se logrará evitar las aventuras internas, o las migratorias, de no pocos correligionarios, así como la recuperación de una confianza pública que lo reubique como alternativa de poder nacional, derecho que perdió -así como, lo que es peor, la vocación de ejercerlo- hace ya tiempo en el huracán de la vida política argentina.
El partido ha caido en la voragine cortoplacista propuesta por los oficialismos peronistas, confuendiendonos con el medio ambiente, como decia Yrigoyen, en lugar de invertir en el fortalecimiento de la identidad partidaria, la formación de cuadros propios en el ideario radical, proyectar politicas de estado consecuentes con nuestra historia y doctrina, etc., al contrario, ofrecemos nuestra estructura partidaria al mejor postor, que nos pueda redituar en algun intrascendente espacio de poder burocrático.